Nuestra familia pasó por varias etapas antes de sentirnos seguros con la educación en casa. Al principio, la idea surgió cuando nos dimos cuenta de que la escuela tradicional no estaba funcionando para nuestros hijos. Queríamos un aprendizaje más personalizado y alineado con nuestros valores, pero no sabíamos si era posible.

Después vino el miedo y la inseguridad. Nos preguntamos si éramos capaces de enseñarles bien, si afectaríamos su socialización o si estaríamos arriesgando su futuro. Nos sentíamos abrumados, pero no podíamos ignorar la idea.

Entonces empezamos la investigación y exploración. Leímos sobre diferentes métodos, conocimos familias que ya educaban en casa y descubrimos que no estábamos solos. Poco a poco, la idea dejó de parecer tan descabellada.

Llegó el momento de la toma de decisión. Con más información y confianza, dimos el paso y decidimos que sí, educaríamos en casa. No sabíamos exactamente cómo resultaría, pero estábamos convencidos de que valía la pena intentarlo.

Nos pusimos manos a la obra con la organización y planificación. Diseñamos un plan de estudios, organizamos un espacio de aprendizaje y establecimos una rutina que funcionara para todos. No todo salió perfecto al principio, pero teníamos un punto de partida.

Los primeros meses fueron de adaptación y ajustes. Nos dimos cuenta de que no necesitábamos imitar la escuela en casa, que la flexibilidad era una ventaja y que el aprendizaje podía ser más natural. Hubo días difíciles, pero aprendimos a ser pacientes con el proceso.

Con el tiempo, llegamos a la consolidación y confianza. Vimos a nuestros hijos aprender con curiosidad, crecer en autonomía y disfrutar su educación. Ya no tenemos dudas: esta fue la mejor decisión para nuestra familia.

Y así fue como aplicamos las inteligencias múltiples en el homeschooling.